Finitud Infinita

Autor: Chema Urrutia

El tiempo se nos presenta de una forma tan relativa que en un abrir y cerrar de ojos ya es Diciembre. Cada año que empieza tiene la certeza de que el orden de los meses será el mismo, pero bajo ese marco de seguridad se esconde la incertidumbre que recubre cada día de nuestras vidas. Existimos en una simple estructura fundada en la certidumbre de saber que después del lunes viene el martes, que el sol sale por el este y se esconde por el oeste, que el tiempo es lineal, y bajo ese espejismo de un orden que creemos infinito, vemos la vida. 

Somos seres finitos con un deseo infinito. Jugamos a la certeza y perseguimos un espacio de claridad. Jugamos a los días de la semana y las horas continuas teniendo la única garantía de una existencia entrópica. Creer en el orden natural e infinito de las cosas puede ser un crimen contra la humanidad. Esperando que nuestra vida sea tan segura como la certeza de saber que el sol saldrá mañana. Sin embargo, bajo este clamor de fijeza se esconde la esencia de nosotros como seres: la incertidumbre. ¿Es acaso dentro de la persecución de seguridad lo más humano encontrar la duda? 

¿Qué pasaría si en vez de buscar lo cierto nos decidimos a transgredirlo? Romperlo de forma disruptiva. ¿Es posible romper el orden del mundo? Olvidando todas las categorías, enfrentándonos a lo único. Abordar la nada como posibilidad. Es entonces que podemos recordar que no todos los lunes han sido iguales, probablemente en uno te rompieron el corazón con una despedida, y en otro encontraste ese algo del que todos hablan en una mirada. Diciembre deja de ser Diciembre, y un año deja de ser un número. Podrás ver todas las veces en que has sido miserablemente feliz, sin tener conciencia de ello. Alguna vez lo dijo Borbolla “en esa zona, ajena al pensar y al no pensar, ahí dónde no tenemos presentes el sentido ni el sinsentido, es dónde la vida es vivible”, en la duda, en el margen. Una zona sin líneas, dónde tenemos la libertad de existir.

Una libertad angustiosa, llena de miedo y dudas, pero también de coraje y posibilidades. Una libertad dónde podemos transgredir. Dónde el tiempo sea único y un lunes deje de ser un lunes. Hoy cobra sentido el pensamiento de Mèlich “Decir no significa transgredir, ir hacia un lugar desconocido sin ofrecer alternativas ni promesas, sabiendo que, pese a todo, hay que seguir diciendo palabras mientras las haya, hay que negar mientras todavía se está vivo y mientras exista el silencio, mientras se pueda soportar el vértigo y el sinsentido”. Es Diciembre y hoy tenemos la libertad de decir no. Hay que transgredir.

Libros mencionados:

Oscar de la Borbolla: La rebeldía de pensar.

Joan-Carles Mèlich: Lógica de la crueldad.

Foto de Aleksandr Burzinskij en Pexels

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Aliquebrado

Por: Chema Urrutia 

Las nubes crearon una red aterciopelada en el cielo. Me encontraba en aquel café, el que está sobre Juan Caballero y Ocio, el que me ha visto reír, llorar, y desbordar pasión en una plática acalorada sobre la vida y la muerte. Sentado en una de las mesas exteriores, estaba yo. Pensante. Retraído. Perdido. El humo del cigarrillo se mezclaba con el del café. Mi libro impaciente, esperaba que en un acto de decisión y valentía, cambiara de la página 48, plana en la que llevaba poco más de veinte minutos. Estaba paralizado, la razón: el cielo se había nublado. 

No padezco de una fobia extraña en la que con solo ver una nube mis sentidos se apaguen. Sin embargo, un día anubarrado era capaz de demeritar mi estado anímico. El cielo está triste. Desolado. La melancolía perenne escondida en las alturas. Serio. Incomprensible. Bajo el yugo de una atmósfera infausta, me encontraba yo. Bebiendo café sin compañía. 

Con la soledad vienen memorias, palabras y recuerdos. De personas, del amor, de aquella plaza, aquel lugar. Revivimos los besos muertos y los abrazos dados. Vemos ojos dónde no los hay, huellas dónde nadie caminó. Personas en un asiento vacío. Enfrentamos nuestra vida. Hablamos con la muerte. Buscamos respuestas donde no hubo preguntas. Nos angustiamos. Existimos. No somos. Aquel día sentí una abrumadora sensación acompañada de un cigarro. Estaban sentados conmigo todos mis demonios. Pero a la vez estaba solo. El libro seguía en la página 48. 

Comencé a escuchar el golpeteo de la lluvia contra el pavimento. Escuche poemas recitados por las gotas. La palabra viva de aquella melancólica tarde. Hicieron música, contaron historias, y guardaron silencio, aún cuando no había dejado de llover. Con cada átomo de mi cuerpo existi. Sentí el viento, escuche la lluvia, olí el petricor, me hice consciente de cada latido, cada respiración. No me gustan los días nublados, porque nos recuerdan el peso de nuestra existencia. 

Una mano tomó la mía. El calor era extraño, diferente. Una sensación que alteraba el ambiente aliquebrado. Pude escuchar su sangre correr por sus venas, y también declamaba poemas. Versos, rimas, palabras. Pero sus ojos, al igual que los míos, mostraban angustia, dolor. Nos quedamos en silencio. Con suavidad, nuestras manos se entrelazaron. Sin palabras nos lo dijimos todo. Los ojos cristalinos vieron nacer versos de agua. 

Tienen algo extraño los días nublados. La falta de color, hace un paisaje lúgubre. Dónde la melancolía se respira. Tienen algo extraño los días nublados, porque cuando el cielo parece no poder más, llueve. Deberíamos intentar lo mismo.

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Foto de Andrew Beatson en Pexels

Diáfana

Por: Chema Urrutia

Tacto. Sentado al borde de la cama, intento recordar en qué día desperté. Por más que trato de hacer tierra, la cualidad de un encierro demerita la importancia de nombrar la vuelta del sol. Miró con curiosidad  mi cuarto y los objetos que lo habitan. Aquella foto, ese libro, aquel juguete. Todas cosas inanimadas que llevan en sus entrañas de papel y plástico, la esencia de una persona. Cada uno cuenta una historia. 

Sonrisas entrañables. Pláticas inexplicables. Abrazos arraigados. Los veo y revivo. A medida que los días pierden su nombre, los recuerdos se vuelven más reales. Escucho sus voces. Pero, al abrir los ojos y levantar la vista, me hago consciente del vacío que existe en el cuarto. Me encuentro solo. 

Durante una crisis, los humanos tenemos que adaptarnos y cambiar la forma en la que miramos, sentimos y vemos el mundo. Porque puede ser que nos toca alejarnos. Es probable que dejemos de estar en cuerpo. Cada quien en casa invadidos de un miedo a estar solos. Dejamos de sentir el calor de un abrazo. La sensación de una piel ajena. La tela de la sudadera que seca las lágrimas cuando la tristeza nos rebaza. Incluso la risa nos sabe diferente. 

Aprender a amar desde la distancia pareciera ser un acto que desafía la naturaleza de los corazones. Buscamos la proximidad. Las muestras de afecto más sinceras requieren la cercanía necesaria para escuchar los latidos de quien está enfrente. Pero hoy es diferente. Amamos con la distancia. Quién diría que estar separados supondría uno de los actos más grandes de amor que existen. 

Vuelvo a ver los objetos y todos irradian luminiscencia. Siento su presencia. De los hermanos que no son de sangre pero si de elección. De aquel hombre cano que con sus ojos grises no me dejó olvidar lo que es ser un niño. De la única mujer capaz de robarme las palabras. Todos están aquí. La voluntad de un corazón es más que las limitaciones del cuerpo. Amar es un acto de rebeldía a la razón. 

En la crisis somos capaces de volvernos diáfanos. Claros. Miro a mi alrededor y el cuarto ya no está vacío. Hay luz. Presencia. Memorias vivas emanadas de recuerdos. Dentro de la distancia hay un “te quiero”. Cada día recordamos más nuestros nombres y no los de los días. Cierro los ojos y escucho. Latidos resuenan por la habitación. 

Inherente

Por: Chema Urrutia 

Quería escribir sobre el amor pero simplemente no hallé las palabras para ordenar la maraña de pensares y emociones que cruzan por mi corazón. No por la mente, por que ella no tiene vela en el entierro de la cordura. Buscaba hablar de lo absurdo e ilógico que puede llegar a ser. Hablamos con el alma y miramos con inocencia. Dejamos de pensar. Es onírico estar enamorado. Sobre corazones rotos narramos nuevas historias, y con un poco de suerte el punto culmine es tan suave como darle ese primer trago a una copa de vino. 

Pensaba plasmar con letras y palabras lo que ha sido el amor para una vida de dudas. Pero encontré una superficie llena de cicatrices y heridas acompañadas de ceniza de cigarro y cerveza derramada. Pareciera que es un final ya conocido. ¿Es el corte el punto final de toda historia de amor? Es ilógico e irracional, nos aferramos a un por siempre, sabiendo con todas nuestras fuerzas que nunca hay que olvidar como decir adios. 

Sentía un silencio que oprimía mis palabras y me ataba las manos. Un faro es lo que muchos buscan. Semaleos para un caminante que cruza por la penumbra. Nos abrazamos. Dejamos de ser racionales. Ya no estamos cuerdos. Renunciamos a la lógica. Olvidamos que un día se escribirá nuestro epitafio. 

Divagaba sobre el amor porque es inherente al ser. Añoramos esos brazos. Buscamos esos besos. No hay ninguna luz, pero al menos dentro de la penumbra tomamos una mano. Una a una las espinas se clavan. Amar es abandonar la cordura para poder dormir por las noches. 

Escribo sobre el amor por que es una declaración de guerra a la razón.

Hora cero

Por: Chema Urrutia

La vida se terminaba junto con la caída de las hojas. Se encontraban él y su nieto. El color marchito marcaba el final de todo. No había más opciones. Había llegado la hora cero.

–          Lamento no poder hacer más por nosotros, pero puedo contarte una historia.

Y así comenzó:

Recuerdo aquellos días de gloria, el equilibrio lo era todo. Los mares cristalinos, un azul hipnotizante. El aire limpio, ligero, inclusive respirar era placentero, no generaba ningún mal. El verde de los bosques resplandecía, y si ponías atención veías todos los colores que existen de forma natural convivir en el ambiente. La vida y la muerte estaban en compañía, en balance perfecto.

Éramos muchos, como solían contarte los mayores. Los había de todos los tamaños y colores, y no importaba en qué parte del mundo estuvieras, siempre encontrabas a uno de nosotros, formando parte de un ecosistema más grande que nuestra individualidad. Teniendo conciencia de nuestro lugar. Nuestra importancia. Aquellos días parecían no tener fin. Los pequeños retoños crecían, y la sabiduría de los más viejos guardaba historias extraordinarias sobre las maravillas del mundo.

Pero… sabes cómo acabó todo, ¿no? Creímos que entenderían, que nos verían… Al principio fue así, coexistimos con el saber de la otredad del otro, no éramos ajenos, y teníamos un pacto, todos éramos necesarios para que la vida viviera. Por mucho tiempo el sol iluminaba las praderas con los rayos del albor de la mañana, y por las noches el cielo se llenaba de destellos brillantes que representaban cada uno de los sueños de todos los seres. Eran otros días. Podías soñar. Podías volar.

Formar parte del ciclo natural era la preocupación más grande. El papel que todos desempeñábamos era fundamental para el funcionamiento de las cosas. Todo nacía, respiraba, vivía, y todo moría, concluía su ciclo para volver al suelo y ser la tierra fundacional de una nueva vida. No había superioridad entre nosotros, el lugar que teníamos designado era un decreto natural, la elección de cómo vivir siempre estuvo, sin embargo, éramos todos nosotros. Conciencia. Anagnórisis.

Creímos que entenderían. Nunca comprendimos la supuesta inteligencia que clamaban tener. Un sistema de engranajes bien aceitado, año con año había cambios. La superioridad llevó a que olvidaran nuestro pacto. Nos volvimos invisibles. Nos volvimos objetos. Dejamos de pensar para ellos, de sentir, de soñar. La avaricia fue el motor de su civilización. Acumular y consumir. Tener, aunque fueran a morir. La esencia se perdió. Soñar ya no era válido. Volar un delito. Se cortaron las alas, y cerraron los ojos. Creadores y destructores. Al final, decidieron usar sus manos para arrancarnos de raíz.

La última hoja cayó. Aquel viejo ahuehuete se marchitó. Solo quedó el recuerdo de sus palabras, pero ya no había seres para recordar, solo quedaba él. El último árbol con vida, cuyas hojas comenzaban a caer.

Sueños luctuosos

Por: Chema Urrutia.

El cuarto estaba desordenado como de costumbre, contrario a la puerta, se observaba un escritorio caótico, papeles por todos lados, plumas gastadas y nuevas, regadas por la planicie de madera, ropa de todo tipo esparcida sin un patrón alguno, la silla estaba cubierta por una montaña de ropa que la moldeaba de tal forma que había perdido el único propósito que puede tener una silla. Por el contrario, en el ambiente tenue y oscuro, ocasionado por la penumbra que generaban las cortinas, una ráfaga de luz entraba directamente en mis ojos, el albor de la mañana se asomaba a la ventana como un día cualquiera. Recuerdo sentir una molestia inmensa, los párpados pesados, cuerpo cortado, un ligero dolor de cabeza y la apatía regular que se sentía un día a la semana -De nuevo es lunes -. Pensé.

Pero me bastó estar consciente por cinco minutos para notar algo diferente, a pesar de ser un día soleado,el ambiente era negro, como la bóveda celeste en plena madrugada, solo que sin luz, sin esa luz que delinea el rostro de una forma tan sutil, que hace de la oscuridad, algo que ni un niño de nueve años le fuera temer, y yo aún no lo había comprendido.

Al levantar el celular para ver la hora, me detuve a ver mi reflejo en la pantalla, era yo, pero incompleto, mi cabello largo y café oscuro, carecía de brillo, mi piel, tenía un tono más pálido que de costumbre, la expresión de mis ojos era fúnebre, luctuosa, había llorado dormido, el color café claro de mis ojos yacía escondido tras una hinchazón con matices rojizos que delataban y extrañaban a las lágrimas caídas durante la noche, mi nariz tosca, ayudaba a la inexpresividad de mi rostro, completada finalmente por unos labios que descansaban en posición horizontal, sin embargo, alcancé a notar gotas rojas esparcidas por mis pómulos. – Extraño…-. Pensé. Aquello no tenía sentido. acerque mi mano para removerlas, al pasar el dedo desaparecieron, más nunca sentí la textura líquida que aparentaban dichas gotas.

Al ponerme de pie, el cuarto se convirtió en un gran cubo oscuro, con una sola luz que apuntaba a lo que aparentaba ser un cadáver, pero no corrí, al contrario, me acerqué. Noté que un arma de un pequeño calibre colgaba de mi mano derecha, en cualquier estado de humanidad, la hubiera arrojado al piso, mientras mentaba madres y maldecía a la vida por haber matado a alguien, pero no, no sentía culpa, solo tristeza, traición y decepción.

Acomode la lámpara para ver el rostro del desgraciado que sufrió la fortuna de recibir dicha bala, conforme la luz se iba acercando, todo iba cobrando sentido, vi mi rostro, sin vida, diferente, el mismo reflejo que apareció en la pantalla, con las mismas manchas de sangre que descansaban en la cara. Dicen que los sueños forman una parte tan entrañable de nosotros que toman nuestra forma, solo habitan en un mundo de fantasía, estoicos y heroicos personajes, pero ¿qué pasa cuando un sueño atenta contra otro? ¿Cuando la vida, te cambia la visión del mundo a chingadazos y por ende tus anhelos más profundos, se ven alterados? Es poético, dirían muchos, concebir, abandonar y asesinar sin escrúpulos nuestros sueños, que locura, pero por fortuna, hay muy pocos cuerdos en el mundo. Miré a los ojos a aquel sueño abandonado, cuando una mano se posó sobre mi hombro. Las lágrimas comenzaron a  correr. Otro sueño había llegado ¿Es que acaso hay sueños buenos y malos? ¿Habrá un sueño que valga la pena abandonar? ¿O todos son dignos de ser perseguidos hasta que nuestra locura nos consuma y las plantas de nuestros pies supliquen por parar de correr? Pero en este día, en este lunes luctuoso, eso no importaba.